La columna de opinión de hoy llega luego de una de las noches más bravas de Copa que se recuerden en los últimos años. El cansancio corporal y mental que dejó el partido contra Deportivo Pereira es gigante. Todavía no entendemos bien cómo hizo Boca para ganar, pero lo cierto es que nos levantamos con una sonrisa y no es poca cosa por cómo venía la mano.
La alegría que producen los triunfos de nuestro equipo no se compara con nada y tapa cualquier pena diaria. Desahogarnos en La Bombonera y abrazarnos con desconocidos como si fuesen amigos de toda la vida es, quizá, el mejor remedio para curar los problemas de turno que exceden al fútbol.
Pero a medida que pasan las horas, la espuma y la euforia bajan. Es ahí donde debemos detenernos un buen rato, sin quitarle mérito al resultado, para analizar lo ocurrido antes del zapatazo de Advíncula que nos devolvió la esperanza. La gente perdió la paciencia, se cansó de que no la representen como corresponde y puso su grito de desconformidad en el cielo. Un mal necesario, al menos para quien escribe, que surgió efecto inmediato del otro lado del alambre.
La imagen de Varela gritando su gol cara a cara con la hinchada, la locura de Almirón para celebrar su primer triunfo como DT de Boca, la personalidad de Barco para jugar como si tuviese 100 partidos en Primera y el “yo te voy a alentar como todos los años” del final tienen que servir como envión. Pero, por favor, entiendan que los que dan hasta lo que no tienen por ir a verlos no solo pide los tres puntos, sino que el contagio empiece a ser desde adentro hacia afuera de una buena vez. El prestigio conseguido se defiende de otra manera.