En esta sección les presentaremos una serie de escritos que reflejan la pasión por Boca Juniors. En esta entrega, el último gol de Palermo a River en un Superclásico, hace 10 años…
Domingo 15 de mayo de 2011. En el aire se siente algo raro. Algo único. Algo que nunca se había sentido en todo el tiempo que se había vivido en La Boca, desde que se fundó el Club -más o menos-. Era una alegría rara, mezclada con la emoción de tener que ir a despedir al eterno goleador, frente a uno de sus equipos fetiche.
La Bombonera está repleta. No cabe nadie más. Hubo que ir bien temprano a la cancha, para tener un lugar de lujo. La confianza sobra, la creencia en otro nuevo milagro, instante eterno, del goleador que en el torneo tuvo una mala racha nos congregaba una vez más en el templo.
Hay números 9 por todas partes. Repartidos y multiplicados en personas, como si se hubiesen personificado todas las alegrías que nos dio. Y sobre todo frente al rival de siempre.
Es domingo 15 de mayo y Martín Palermo juega su último partido como profesional ante River. El condimento extra es que puede ser el comienzo de otra despedida, aparte de la del Titán…
Como siempre un clásico se vive intensamente desde mucho antes. Tanto como para hacer 19 horas en tren desde Córdoba hasta Buenos Aires en clase turista, intentar matar el tiempo como sea y bancarse a un viejo facho, que quería matar a todos además del tiempo. (Todo sea por Boca). Pero para peor, como si no bastara la lentitud, los nervios iban con uno como si fueran una compañía obligatoria. Como si el guarda hubiese dicho: “Tome su boleto y también tenga este nerviosismo que no lo va a dejar dormir, más allá del ruido de las vías”.
Esa semana previa los programas no pararon de dar manija a lo que se venía. Se hacían un festín porque River se estaba jugando la permanencia en Primera, pero no dejaban de obviar que Boca jugaba mal. Algo que no pasa nunca de moda.
El jueves previo al clásico la actividad en Buenos Aires fue ir a ver a Dolina. Un poco de agua pensante en el desierto de los gritos de los medios. Al salir la entrevista para el diario de mi ciudad giró en torno al fútbol y la posibilidad del descenso de los de Núñez. Con Jorge Dorio la cosa fue por otro lado. “Yo lo único que quiero es que Palermo meta un gol” diría el culto multifunción, evitando cualquier tipo de análisis.
Como si fuese ese tren eterno, que no llegaba más a Buenos Aires, el viaje en el tiempo demora unos diez años y me lleva a ese 15 de mayo de 2011. Nadie, pero nadie estaba ajeno al partido en esos días. Menos mi abuela paterna, que fallecería unas horas más tarde de ese partido y que en las últimas charlas me aseguraba que iba a rezar para que Boca ganase y estemos contentos con mi viejo…
El partido
Nadie quería perder ese clásico. Ellos porque -como pasó después- sentirían que era un empujoncito para lo que se les venía. Nosotros porque era la mejor despedida para Palermo. Que ya los había amargado en el verano, para que un diario deportivo les pidiera la jubilación al Club gashina.
La fiesta en las tribunas puso el espectáculo que no darían los jugadores. Fantasmas en las tribunas, con una “B” remarcada de todos colores. Uno de ellos se les aparecía a los que estaban en la tercera bandeja, para meterles más miedo. El lienzo se completa con carteles que piden que Martín no se vaya, que no deje de jugar al fútbol. Que no deje de hacernos jugar con él, cada vez que entra a jugar. Hay unos pibes con birretes o “gorros de promoción”, pero una de esas promociones que de tenerla te dan una mancha que no se borra. Hay un tipo con una máscara de Bin Laden en “La 12”, para recordar que perder la categoría sería un atentado o la muerte deportiva…
Cuando Lousteau pitó el inicio ese nerviosismo del viaje, se engrandeció como un monstruo desde el primer segundo. Mirábamos demasiados impávidos como un Lamela pibe manejaba los hilos de ellos. Hilos deshilachados, pero hilos al fin. Para colmo Román no se sentía cómodo, menos la defensa que no le daba garantías a un Lucchetti que ese día las dio a todas, como nunca había sucedido.
Pavone era una bola de nervios, Palermo igual pero no lo demostraba. El árbitro no cobraba un penal para ellos, pero pese a eso se estaban sintiendo mejor.
Pero los clásicos no se merecen, se ganan. Y más si tu eterno rival está por descender, con todo lo que eso implica, o al menos en ese momento era una leve sospecha de que podría pasar. Era un clásico que había que ganar. Y el destino -o el brazo de Carrizo- quisieron que fuese así.
Veintiocho minutos del primer tiempo. Boca no había pateado hasta ese entonces. La única pelota que se acercó a Carrizo fue por un desvío de un centro de Mouche. Parecía que se le metía, que una carambola abría el partido. La avalancha de la gente que confunde por unos segundos, a quienes estábamos detrás del arco que da al Riachuelo. Diez segundos después, esa avalancha se repetía, pero por una realidad. El centro desde la izquierda, que alcanzó a peinar Monzón, tenía destino de red. Carrizo se metía un gol en contra inexplicable. Tanto que la locura, seguida por chicana todavía no dejaba que la gente entendiera. Nadie sabe a quien agradecerle el griterío, hasta que las dudas se esfuman: Se vitorea a Carrizo, como si fuese uno de los nuestros. Se alienta a los nuestros, para que ellos no reaccionen. Como los de rojo y blanco, que estaban arriba sin entender nada. Como esa gente que llega a fiestas ajenas, ve los bailes, el cotillón, la algarabía, pero no puede participar.
El carnaval
Dos minutos después de la primera explosión llegó la segunda. Pero esta fue tan esperada, tan deseada, ten importante… que fue ‘la’ explosión. La última escena de la película de Palermo. Como cuando aparecen en el cine, escenas después de los créditos. Cuando la gente ya se emocionó, lloró, se rio, aplaudió y cuando se está yendo… ¡Plam! Aparece algo inesperado. Porque todos pensábamos que su ultima gran emoción iba a ser en Sudáfrica, para meterle el gol a Grecia…
Miramos el cartel gigante y dice que van 30 minutos. Hay un tiro libre para Boca desde la derecha, a unos metros de la puerta del área grande. Están frente a la pelota Román y Mouche. Este último es quien mete la pelota, para que, en una serie de rebotes, la meta de nuevo Colazo y nadie que la pueda sacar. Pero siempre hubo alguien que sabía donde estar, que con su optimismo nos dio la risa perpetua. El tipo que patentó los cabezazos ahora está por usar la cabeza. Espera que la pelota le llegue justo donde está. Que se eleve y entienda, en esa fracción de segundos, que no tiene más que acomodarla con su frente. Emboquillada al arquero, Insaurralde que lo abraza y no lo suelta. Se le prende como cualquiera de los que estábamos ahí queríamos hacer. La avalancha es un mar de alegría, un éxtasis que baja rápido las escalinatas y cambia el lienzo, pero no los colores. Nos mezclamos todos, nos abrazamos tanto que nos duele la felicidad. El Nueve metía su noveno gol oficial a River y el 18° en total. Justo el 9 metía el 9°. Era un juego de números y de palabras hermoso.
Era el gol por el que habíamos ido y por el que ellos no querían hacerlo. Era el momento por el que habíamos estado sin dormir tantas noches, al igual que ellos. Éramos la emoción de Martín, su puño en alto, su brazo al cielo, su mano tocándose el corazón; ellos eran la cara de Adalberto Román que ya pensaba lo que se les venía y que era un testigo de privilegio del comienzo del final…
El Día “P”
El partido siguió de un modo diferente. Boca lo manejó, hasta el final, por más que algunos sustos nos llegaron para ponerle más picante. Pero ellos que estaban ya picantes, le pusieron cara al susto y de golpe enmudecieron. Solo habló y gritó -y vendió un poco de humo- su capitán Almeyda, cuando lo echaron al final del partido junto a Clemente Rodríguez.
Cuando el árbitro dio el final, también se los dio a ellos. Desde allí y hasta el 26 de junio, River no ganó más. Se fue de La Boca con el promedio complicadísimo y al borde de un precipicio en el que Boca le ayudó a saltar.
Boca de ahí en más confirmó al técnico, como Martín que le fue a agradecer la banca de esos tiempos de sequía.
Y Palermo confirmó lo que siempre fue. La leyenda viviente, el generador de abrazos sin final como el que nos dimos con mi viejo al salir de la cancha. Se empezaba a despedir el hombre, para darle lugar al mito. Y nosotros empezamos a agradecerle sus goles, sus alegrías, y lo que había hecho por nosotros que no se olvida en la vida.