En esta sección les presentaremos una serie de escritos que reflejan la pasión por Boca Juniors. En esta entrega, la obtención de la Libertadores 1978.
Argentina ya había salido campeón del mundo sin ningún jugador de Boca. Pero Boca había salido campeón sin ningún jugador en la selección. El ’78, era un año particular. Donde los gritos de los goles tapaban los de los que sufrían en los centros clandestinos de detención.
El primero de agosto Boca era campeón del mundo en Alemania. El Toto Lorenzo, hacía las veces de Bianchi en los ’70 –o Carlos hizo lo del Toto en los ’00-, quería que se siguiera con esa seriedad ganadora. La misma que unos cuantos años después, hacia a Boca ganar en Japón. Pero eso es otra historia.
Boca luego de ser campeón del mundo, quería demostrarlo en América. Por haber sido campeón en 1977, entraba directamente a la semifinal de la Copa Libertadores, que era con dos grupos de tres equipos. A Boca le tocó Atlético Mineiro, a quien ganó de visitante y local y River. A los primos los dejó segundos, con una victoria y un empate. Con ese condimento, esa motivación la final era contra el Deportivo Cali.
El partido de ida fue con una previa muy bilardista, como un año antes cuando Bilardo armó las mil y unas para que los jugadores sintieran lo que era ser visitante. Contaría Mastrángelo, que hubo corte de luz en la última práctica, y aparecieron colombianos tirando piedras. Con esas cosas que siempre logran el efecto inverso, Boca sacó lo mejor. El campeón mundial, por más que no era respetado, impuso presencia. Se trajo un 0 a 0, y a Heber con Vick VapoRub en los ojos, producto de que “Pecoso” Castro, le había refregado los ojos en un córner.
Pero lo realmente importante pasó el 28 de noviembre del ’78. Había un mundo en la cancha de Boca. Y debe haber sido igual, o mejor que en el 2001, contra Cruz Azul. Las imágenes de aquel entonces muestran lo que todos sabemos, y muchos niegan. La supremacía de la hinchada, en cantidad y calidad, es capaz de ganar las cosas por sí sola, o acompañar y profundizar los mejores momentos. Como veintidós años después, cuando se logró ser local en Tokio.
Veo los goles de Perotti, Mastrángelo y Salinas y tengo ganas de estar esa noche. En esa avalancha. En esos jugadores que hicieron gigante por primera vez, al más grande la Argentina. Y la hinchada, en su casa, en su templo logrando lo que ninguna. Ser ese grito de esperanza en tiempos de mierda. Con el fútbol como escape, para lo que pasaba dentro, se conocía afuera, pero se negaba.
Bilardo unos minutos después, se rindió ante tal marco. “Esta noche a Boca no le ganaba nadie. Lo que le pasó a Cali, le puede pasar a cualquier equipo del mundo (…). Al mismo tiempo tuvimos la mala suerte de jugar la final en la cancha más difícil de América. El público influye (…)”, contaría el Doctor, para explicar desde el bando vencido tal partido.
Es que no había otra chance de definir eso. A Boca cuando los jugadores sienten, y la gente alienta como siempre, no le gana nadie. Amontonados, un poco incómodos, pero abrazados ante el gol y la jugada. Llorando por la emoción descontrolada, por el orgasmo que se da cuando el gol se desata. Porque se mira al cielo y se agradece estar vivo, y se trae a los que la muerte se llevó para cantar un rato. Para que se llenen las calles, y la noche sea excelente. Que los otros exploten, como los fuegos en el aire. Que la gloria se quede en la calle Brandsen, que seamos nosotros, que los ídolos no se tocan, que los que aman a Boca sueñen, que en la Boca están las copas.
Hace 35 años, La Bombonera explotaba. Se continuaba la historia que empezaba un año atrás. No importaba que Liverpool no quisiera jugar otra Intercontinental, ni que el Brujas de Bélgica ni se quisiera molestar. Lo que se ganaba era ser el más grande de América, que no quedara ninguna duda, en la cancha o en la tribuna. En las vueltas, o en las amarguras. Que siempre se recuerda, porque el hincha de Boca nunca olvida, que los héroes no se tocan, no por capricho, ni por fanatismo, sino por la vida que nos regalaron. El ser envidioso por los que estuvieron esa noche, ese 4 a 0, y los que estarán cuando no estemos. Por más que andemos por ahí, agitando los trapos al viento… El abrazarse con el de al lado, el serle fiel a Boca en las buenas, y en las malas. En la cuna y en la tumba, de por vida.