En esta sección les presentaremos una serie de escritos que reflejan la pasión por Boca Juniors. En esta entrega, la noche en la que se llegó a un récord irrepetible en nuestro fútbol, hace 20 años.
La previa
El miércoles 2 de junio de 1999, estaba fresco y gris. Pero en la mayoría de la Argentina, como en La Boca, comenzaba una fiesta que tendría antes del domingo, un broche de oro. Calor, color eran regalados por un equipo inolvidable y de los mejores que hubo en toda la historia.
Sólo en una parte del país, ese gris y ese fresco eran palpables. Sobre todo luego de que comenzara en la zona del Parque Independencia de Rosario, cuando Newell’s decretaba que el Clausura de ese año, estaba culminando, ganándole a River 3 a 1.
Miércoles frío en Villa María, luego de la primavera que se empezó a vivir a 150 kilómetros de ahí, tan solo unos días antes, frente a Talleres en Córdoba. El domingo 30 de mayo, mientras Nico me prestaba -en el festejo de su cumpleaños una radio para escuchar el partido- el ex Chateau Carreras era el testigo de un grupo de jugadores que destronaba al “equipo de José”, de Racing con un invicto que parecía eterno. Pero estaba el Equipo de Carlos y además un público que lograba estas palabras de El Gráfico: “Sus voces desgarradas por la pasión, sus brazos en alto extremidad y bandera, sus corazones latiendo como tamboriles radiantes, sus piernas resorte para saltar hasta el cielo. Todo eso y mucho más es el pueblo de Boca. Y sí, el equipo, este equipo de Boca, es como la gente. Hay devolución, feedback, ida y vuelta. La estadística recordará junto al récord invicto, otro récord, el de recaudación. En Córdoba nunca habían contado tanta plata junta: 1.182.415 pesos. El éxtasis”.
Para esa gente se estaba preparando el mejor escenario. Para la gente de los récords, se estaba preparando el récord.
Invictos
En ese miércoles de junio por la noche, la “popular” era uno de los sillones de caña y rojos de mi abuela materna. La “abuelita” vivía en la calle Periodistas Argentinos, cuando estos no hacían comparaciones sin sentido y no ninguneaban logros no ganados por los rivales.
La que parecía una periodista era Clarita, quien era la que realizaba las preguntas como si era importante el partido, si se definía algo, o por qué tanto nerviosismo. De golpe ella, que era de San Lorenzo, se sumó al dúo bostero en la casa. De golpe éramos tres que hacíamos fuerza por Boca: mi viejo, la madre de mi viejo y yo.
Pero más allá de los nervios típicos, el semblante era el mejor. Estábamos relajados, no por los resultados puestos, si no por la tranquilidad que nos daba ese Boca. Por la fiesta que se veía en las tribunas, pese a los abrigos que tapaban hasta las orejas. Pero no impedían que se escuchara bien fuerte el amor por los colores, por ese barrio al que le devolvían la gloria. Gritos retumbantes para esas personas que se convertirían en héroes, en esa defensa que no sólo no había recibido más de cuatro goles en 15 fechas, también nos permitía sentirnos seguros de que entendían lo que se estaban jugando. Y para mejor, lo que estaban gestando.
Boca había salido a la cancha “de punta en blanco” con la camiseta suplente, donde ese color era lo que predominaba. Mientras hablábamos de lo que significaba llegar a continuar con el récord y Córdoba (que volvía tras once fechas); Matellán, Bermúdez, Samuel, Arruabarena, Cagna, Traverso, Navas; Riquelme; Barros Schelotto y Palermo saltaban al césped de La Bombonera, el partido empezaba y hasta nos habíamos olvidado que había otro equipo en cancha.
El comienzo del partido no fue muy alentador. De hecho a Boca le costó agarrarle el ritmo a un Central, que había ido para ser parte de una fiesta, pero que llegó con ganas de ser protagonistas. Las crónicas de la época explicaban que hasta los 25 minutos, donde Boca tuvo la primera jugada importante, cuando Riquelme estrelló un tiro libre en el travesaño. “La pelota iba y venía por los botines lustrados de los chicos de Central. Pero el pobre Córdoba estaba muerto de frío, dando saltitos para que un tiro, un centro, cualquier cosa, lo agarrara metido. Ese es el gran defecto de Central. No tiene polenta para que su juego sea belleza en la red”, sostenían.
El salto a la eternidad
En el entre tiempo nos fuimos a mi casa. Ya habíamos tenido la cuota abuelística, pero no era lo mismo. De alguna forma nos sentíamos visitantes, así que emprendimos el regreso hacia nuestra tele.
La conexión patio/ cochera que cruzaba la manzana por dentro, fue hecha a las corridas, para que mi vieja nos cagara a pedos por el estado. Transpiración más frío no era una combinación aceptable. Pero en La Bombonera, parecía algo parecido. Aunque cierto es, que lo segundo siempre era algo meteorológico.
Boca era imbatible, Boca era casi bicampeón. Boca tenía un estilo que enamoraba a propios y le generaba envidia a extraños. Boca era más Boca que nunca y los jugadores, más caudillos que siempre. Ellos que tenían el pecho caliente y la mente fría, estaban ahí, y nosotros con la vivencia caliente, de haberlos conocido solo unas semanas antes, cuando fuimos por primera vez a nuestra casa. Y los habíamos tenido ahí…
Y también lo que estaba ahí, era el título. Que esperaba a la vuelta de la esquina, o a partir de un tiro de esquina. Porque a los dos minutos del segundo tiempo, se quebró la resistencia de Central. El centro desde la derecha y Bermúdez saltó más que todos. El Patrón estaba en el área, con la presencia de siempre. Con la firmeza de todos los partidos, oliendo sangre para dar el zarpazo.
Buljubasich no pudo detener la pelota que había picado en una cancha embarrada, luego del testazo de Jorge. Se metió con pelota y todo en el arco, y el Patrón empezaba a meterse muy hondo en todos y todas, definitivamente.
El colombiano, más bostero que tantísimos, empezaba con una carrera alocada y los brazos en alto. Con la 2 en la espalda flameando, como si fuese una bandera nuestra, de la gente, de los hinchas, de la mísitica, de la identidad… Porque lo fue.
“Viene Bermúdez gooooooool. Jorge Hernán Bermúdez. Boca acaricia el título, se queda a 7 de River. Boca bate un nuevo récord para el fútbol de Primera Division de la Argentina. Boca va a dar la vuelta olímpica en cualquier momento…” gritaba Araujo en la transmisión. Y La Boca gritaba, más y más fuerte. Y con mi viejos los abrazós eran iguales a esos gritos y los nervios que duraron 43 minutos. Porque todos queríamos llegar a esa marca inalcanzable, producto de 29 partidos ganados, 11 empatados, con 88 goles a favor y tan sólo 26 en contra. Todos queríamos que esos números fríos, fueran emociones calientes al final de la noche.
La desesperación no estaba en los jugadores, menos en las palabras de Bianchi que decía: “Es un orgullo haber entrado a la historia del fútbol argentino. Pero nosotros aspiramos al título y para eso todavía faltan tres fechas”. Por eso no decíamos la palabra sagrada, por más que entendíamos como Guillermo que cuando pasaran los días ibana entender lo que acababan de hacer.
Lo que acababan de hacer, lo que hicieron, no fue ni más ni menos que meterse en la hisoria. En las de todo el mundo azul y oro, pero inclusive superando las fronteras de colores.
Lo que hicieron esa noche fría de junio, ese 2 de junio, a los 2 minutos del segundo tiempo, cuando el Número 2 saltó más alto que todos y nos llevó con él. Nos guió de una vez y para siempre por el camino de la gloria imborrable. Nos regalaron las emociones que nos faltaban, la tinta para empezar a escribir las páginas gloriosas, el bronce para comenzar con las estatuas necesarias.
Ese miércoles de junio, en la mitad del ’99, nos sentimos completos. Abrazados con el que estaba en la cancha, o en Villa María con mi viejo. Entramos con esa pelota para ser leyendas. Nos dimos cuenta de lo que éramos capaces.
Le pusimos un número al récord de partidos, que -como debía ser- era hasta los 40. Vimos cómo empezaban a coronarse los jugadores más ganadores. Cómo la historia nos presentaba a los protagonistas más importantes. Pero también cómo se premiaba a la gente, a la hinchada, a la mística bostera. Que nunca negoció invictos, porque eso no se pierde. Ese es nuestro récord incalculable, nuestro mejor y más grande amor.