En esta sección les presentaremos una serie de escritos que reflejan la pasión por Boca Juniors. En esta entrega, el Superclásico de 1997, donde Martín Palermo metió su primer gol a River y que representó el último partido de la carrera de Diego Armando Maradona.
Hace 20 años no fue un día más. El 25 de octubre de hace dos décadas, no lo fue. Definitivamente no. Y no porque se haya llevado a cabo el Superclásico N° 272, de toda la historia –contando absolutamente todo-. Lo que pasa es que no fue un Superclásico más, no solamente por ser el partido que es. Sino porque, entre otras cosas, fue el último de un tal Diego Armando Maradona. Fue en el que comenzó a convertirse en ídolo un tal Martín Palermo; en el que comenzó a manejar los tiempos y nuestras pasiones un tal Juan Román Riquelme. Pasaron muchas cosas, en tan sólo 90 minutos.
Hay una historia que se divide en dos grandes actos. El inicial, en un primer tiempo donde un Maradona que no estaba bien, contagiaba al equipo. El segundo cambió a tiempo, para la alegría del pueblo…
Primer acto
Nadie sabía. Nadie, absolutamente nadie sabía, que ese sábado se convertiría definitivamente en leyenda Diego Armando Maradona. (Al día siguiente, como marcan las escrituras, debía descansar).
Nadie preveía que desde ese día, en la fecha 10 del Apertura, la pelota no lo buscaría y viceversa (por lo menos, en partidos oficiales). Que los hinchas de Boca lo empezarían a ver seguido, pero en el palco. Que el mundo, se iba a privar de verlo en una cancha. Que al clásico lo viviría mucho más como hincha -que de costumbre-. Mucho más que antes, mucho más, como nunca…
La tarde empezó con el apretón de manos del mismo Diego a Ramón Díaz, que lo saludaba de modo “eufórico”, según un Macaya Márquez irónico. La tarde siguió con un River que merecía más que un gol, más que aquel gol de Berti descolocando a un Córdoba, que se quedaba parado. Pero que había salvado ya unas cuantas. La tarde continuó con el recuerdo fresco del 3-3, de meses antes en el mismo escenario. La tarde se eternizó, con el tono gris desde Villa María y las cargadas de los pibes gashinas, antes de tiempo. Con los nervios, en mis nueve años, como pocas veces…
Segundo acto
En esta obra de teatro, que había comenzado de manera trágica, y al director no le gustaba como se desarrollaba, luego del descanso el guión cambió. Inclusive algunos actores. Sobre todo el más impensado.
Marcelo Benedetto anunciaba que Riquelme entraba por Vivas y Caniggia por Diego. Luego se supo que en el vestuario, Maradona entendía que no estaba para seguir y él mismo, había dado la orden de los cambios, pero al revés: “Salgo yo y entra Riquelme”. Un cambio que fue mucho más que eso. No sólo por lo histórico del contexto, sino por una especie de explicación de nuestra historia. El N°20 en ese día, reemplazaba al 10. Román tenía sus primeros momentos, como el que sería: el más grande de nuestra historia.
A los 2 minutos del segundo tiempo, el libreto le daba la primera sonrisa a Boca. Latorre con un pase exquisito, habilitaba a Julio Cesar Toresani. “¿Es gol de Toresani, es gol de Toresani? ¡Si!” relataba un Marcelo Araujo, que se llenaba la boca de gol, mientras Boca hacía lo mismo. Y el “Huevo” después de festejar, gritaba: “Ahora lo ganamos eh!!!”
El comentarista explicaba eso: “Boca está defendiendo con tres. El adelantamiento de Toresani podía traer problemas a River. ¡Vaya si se los trajo…!”
A los 56′ Hernán Díaz se iría expulsado, por un foul tonto lejos de Burgos. Boca lo supo aprovechar.
Era el momento para Boca, de “moverle el piso a River, como hasta ahora no lo había hecho”. Era la pelota atajada por Burgos a Caniggia y en la carambola, la pelota al tiro de esquina. La fuerza que no tuvo Palermo para meter un centro, la tendría segundos después.
“Boca busca con todo de cabeza el gol del triunfo. El centro llegaba Arruabarenaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa”. En esa “A” alargada, la pelota se elevó y mientras bajaba, el que se elevaba era Martín. No solo por su buen juego aéreo, sino por todos los que estaban ahí. Y todos los que estábamos en diferentes puntos del país. Parecía que no, que entre tanto blanco y rojo no se podía, pero ahí, en ese preciso instante, a los 67 minutos, el platinado impactaba la pelota y se metía. “Viene Palermooooooooooooooooooooooooooooool!!!!!” Palermol, Palermo y el gol. Una sana costumbre que se convertiría en la marca registrada y frente a ellos. El delirio, el saltar los carteles, querer abrazar a la gente -como en su primer gol en Boca-. La locura, el deborde, el desahogo, la camiseta a modo de ofrenda para La 12.
Boca a lo Boca, daba vuelta el clásico. Palermo a lo Palermo festejaba, sin importarle nada. A esa altura a nadie le importaba nada… En medio de la lluvia, la postal eterna tomaba forma. Lo único que se despintaba bajos la lluvia era el gashinero.
Defensores testigos del “Loco”, como pasaría siempre; Bermúdez siendo importante sin querer -queriendo- para que Martín escribiera su primera gran página; Astrada sin decidirse cómo sacar ese puñal que se metía; ellos contra Elizondo; las preguntas a “Tití” Fernández, sobre cómo estaban en el banco y la respuesta de que estaban muertos; el final electrizante con Arruabarrena sacando la pelota en la línea. El saber desde y con Bermúdez, que el clásico se ganaba con temperamento como el suyo, por eso sería la figura del clásico, por tener el temple adecuado para esto y la viveza debajo del arco…
Fue la mejor explicación de la historia, por El Gráfico. “Boca no fue superior, pero peló los vijos códigos del Clásico. Boca elabora mejor el clima tenso y palpitate frente al pavor escénico de River”, se leía decía en varias partes del informe. “Y eso que le pusieron dos tiritas blancas entre el azul y el amarillo. Ni así se disipan los fantasmas de la paternidad”, contaban por el hecho traumático de jugar contra nosotros. Es decir que ya habían fantasmas…
La tapa de esa edición, era con una foto movida de Palermo, muy impactante desde lo simbólico. El título en grande “Boca dio vuelta a River CON LA CAMISETA”. Y Martín estirándola, casi mostrándola y mostránndose. Con el 9 en la espalda. Era un preámbulo de su editorial, escrita por uno que parecía bostero. Alfredo Alegre, afirmaba: “Siempre es lo mismo – en materia de resultados, el padrinazgo de Boca en la década del ‘90 merecería una lectura más psicoanalítica que futbolística-“. Así también lo explicó, a su manera, quien dejaba de jugar -casualmente- en esa fecha 10: “Boca jugó a lo Boca y River fue River. Jugó un gran primer tiempo y en el segundo tiempo, se les cayó la bombacha”.
Fue el 25 de octubre de 1997, cuando Diego dejó de jugar dentro del campo y lo empezó a hacer como nunca fuera de el. Y lo demostraba a minutos de haber terminado, con el exabrupto más hermoso. Así, más bostero que nunca, debía terminar su carrera, ese día y esta historia que había empezado con Diego jugador, el capitán, en el túnel gritando: “¡Huevos, huevos. Vamos!”