Estoy sentado en el cordón de la vereda de la Glorieta de Quique. Levanto la cabeza y veo la inmensidad de La Bombonera. Mientras tanto, la gente desfila de manera incesante para despedir a Miguel Ángel Russo, el hombre que se enamoró de Boca y le entregó el corazón.
Después de hacer la fila, entrar al Hall Central de Brandsen y darle el último adiós a quien me hizo llorar de emoción en Porto Alegre con mi viejo en 2007, empiezo a ver lo que pasa alrededor. Hay hinchas de Boca por todas partes, pero también de otros clubes: Estudiantes de La Plata, Lanús, Cerro Porteño, Millonarios de Colombia, Rosario Central y hasta ¡de River! Eso define a Russo. El respeto no se compra. Se gana.

La tristeza no puede ocultarse. Se ve en mi cara, pero también en la que comparten este sentimiento. Es inevitable que no se me caiga alguna lágrima. Hace pocas horas se fue uno de los buenos de verdad. Uno de esos que te marcan a fuego, te enseñan y te obligan a contarles a los que no lo vieron de qué trató su obra.
“Vos nos diste la Copa, vos nos diste alegría, lo que hiciste por Boca no se olvida en la vida”, canta la gente a metros de donde descansan los restos de Miguel.
Instantes después, el tema que te hace poner la piel rara, como alguna vez dijo Paulo Dybala: “Ni la muerte nos va a separar, desde el cielo te voy a alentar”. Un mensaje directo al cielo.
Emprendo la vuelta a casa en silencio, con el alma golpeada, pero con la tranquilidad de haber estado donde creo había que estar un día como hoy. Al fin y al cabo, este estadio siempre ha sido un refugio para pasar buenas y malas.
A partir de ahora, la obligación será mantener viva la esencia de Miguel y contarle a las próximas generaciones lo grande que fue para la historia de Boca.