Ahí estaban explotando, iluminando la noche los fuegos artificiales. Había visto varios en mi vida, pero no tan lindos. Tan hermosos. La especie de neblina que dejaba el humo me gustaba. Me daba la sensación de que cada vez que se fuera me quedaría mirando lo mejor del mundo.
Eso que nombro, lo mejor no era ni más ni menos que la camiseta azul y amarilla, o el gorro con los mismos colores que llevaba en su cabeza Román. Justamente su cabeza, su mente era culpable de estar en ese momento festejando otra copa. Otra Libertadores.
En el medio algunos jugadores daban vueltas en un carrito, de esos que llevan a los jugadores en sus momentos tristes o cuando actúan esa tristeza, ese dolor que no es. Pero comencemos desde el principio.
Recuerdo que al entrar a la cancha me largué a llorar, entre todas las banderas azul y oro que daban a la entrada para taparnos, para que no se viera la gente, que se resguardaba debajo de ellas y las movía y las flameaba. La misma gente quedaría debajo de los tres mantos sagrados. Yo estaba cerca del que tiene las iniciales. Ese C.A.B.J en la tela era muy grande para mis 12 años y mis ganas de estar ahí.
Todo excedía a todos. Todo era real para todos y eso era previsible. Como lo fueron los penales. Se sabía que la suerte había viajado en el avión de los jugadores mexicanos. Uno de ellos Palencia, que venía demostrando a medida que pasaban los partidos porque era una de la revelaciones de esa Copa. Ya lo había sufrido River y Central y ahora lo sufríamos ahí, en la cancha. Delante de nosotros. Encima la bronca era doble porque no vi el gol. Los hinchas mexicanos estaban cerca de mí y yo miraba cómo movían sus manos ante una jugada peligrosa y sus cantos que no se escuchaban. La Bombonera latía más que nunca. Se movía. Lo miraba a mi viejo como diciéndole, “agarrame fuerte que esto se cae”.
Las avalanchas en la popular eran por un tiro en el palo o una pelota que pasaba a 20 metros del arco. Todo era nerviosismo y el deseo de meter un gol más. Que fuera como en México. Una contra, una corrida de alguien. Definición al primer palo y listo. A festejar. Al obelisco. Al Monumento de la Bandera. Al Patio Olmos. A las plazas de los pueblos, de las ciudades para festejar.
Todo era nerviosismo, todo era tensión. Mi viejo transpiraba a pesar del frío. Yo en esas épocas cercano a Dios le rezaba y me trataba de amigar con el señor de al lado que unos minutos antes me pelaba por tener tanto “equipaje de Boca” y taparle la visión. Todo lo anterior aumentó cuando a los 49 minutos Palencia, metió el gol tras el tiro de Cardozo. Ese gol fue más fuerte que el grito de toda la cancha. Por un momento se quedo callada y hasta el mismo Maradona no podía creerlo.
De ahí en más el segundo tiempo fue sufrimiento. Por los ataques de los “cementeros” y las pocas ideas de Boca. Desde ahí el celular de Dios comenzaba a sonar. Bianchi lo llamaba y él acudía. Salvando a Boca, simpatizando por Boca. Siendo de Boca. Más aún cuando Román se arrodilló en la mitad de la cancha rezando. Yo que siempre me arrodillé ante su magia, estaba también arrodillado. Queriendo y no queriendo ver. No mirando, o haciéndolo de reojo. Con otro rosario. Implorando como Riquelme en esa tribuna que Córdoba se iluminara una vez más…
La historia que sigue ya la conocen. Como fue la tanda de penales. Lo único que me dio pena fue que Bermúdez estrelló su penal contra el travesaño.
El último penal va a quedar siempre en mi memoria. Cuando vi que la pelota se iba y Oscar salía corriendo festejando, la sensación más hermosa que tuve en mi vida se apoderó de mí. No me pregunten que como era. Fue como yo solo lo sentí. Algo misterioso, que no tengo ganas de develarlo ni de preguntarme que era. Fue lo mejor que viví en la cancha. Desde ahí un pacto más allá de la sangre se reafirmó de porvida entre Boca, la Bombonera y yo.
Mi padre, mi viejo, lloraba y me abrazaba y gritaba “Somos campe”. Nunca podía terminar una sola palabra. El tipo al lado mío me miraba y lloraba. Los dos llorábamos. Abrazaba y lloraba con una persona que nunca más voy a ver en mi vida y que no sé que historia de vida tenía. Pero no importaba, éramos lo mismo. Éramos tres bosteros festejando. Y en ese momento no se preguntan muchas cosas…
Ese fue mi primer partido que vi en la Bombonera. Por eso hice constantes alusiones a mí en este relato. Tenía tan solo 12 años y me tocó enfrentarme con esa majestuosa Bombonera llena, llenita, llenada por todos, y por los que no estaban. Fue la vez que me di cuenta que esa cancha sería mi segunda casa, y hasta mi primera. Perdón si lo he cansado, pero usted entiende…