En esta sección les presentaremos una serie de escritos que reflejan la pasión por Boca Juniors. En esta entrega, revivimos la Copa Intercontinental 2000.
Gastón y dos tipos más iban en la camioneta. Mi viejo me confesaba que al conductor lo acompañaba su amigo de River. Yo decía “La puta madre, ¿qué hace uno de River acá?”. Con el tiempo me daría cuenta de sus ganas de ver algo nacional en Tokio le habían hecho estar presente en una jornada histórica para el país, no para él.
Arroyo Cabral ese día tuvo más gente de la común. Yo creo que lo triplicamos demográficamente, tanto que si era día de Censo Nacional, los libros hubiesen mentido la cantidad de habitantes. Y para peor, todos amontonados en bares. O en un bar en especial. No recuerdo el nombre, sí que era una esquina. Todos cantaban y gritaban.
Yo venía confiado. En una suerte de soberbia, no se me podía hablar de fútbol porque yo irritaba. Era mucho más chico. A mis 12 años yo ya veía a Boca jugando una Intercontinental y nadie me quitaba de la cabeza que la única posibilidad era ganar. Cosa diferente pasaría unos años más tarde contra Milan, cuando René, una especie de padre, me calmaba diciendo que Boca iba a ganar porque íbamos de punto.
Pero en mi prematura cuasi sabiduría de fútbol, me preguntaban y yo decía que ganábamos. Palermo y Riquelme eran mis armas de defensa. Yo sabía que ellos iban a hacer algo grosso. Pero además Bianchi. Su equipo de Vélez había sido el último sudamericano en ganar en Japón.
El día anterior en una especie de sabiduría cuasi religiosa -hablando de mi religión Boca- mi mamá me preguntaba si era capaz de faltar al colegio. Que había que hacer una especie de pesebre, como trabajo final, que no me iban a aprobar. Y yo la miraba como diciendo, “la única cosa que me interesa aprobar es mi historia de bostero. Y aparte la Iglesia no lo diría, pero Jesús y Dios son de Boca”.
Unos minutos antes del comienzo del partido se cortó la transmisión en el bar. Los cuatro televisores 20’’ que estaban en lo alto se quedaron con la famosa lluvia. Algunos chistosos jodían con que no había pagado el cable, otros lo querían trompear. Cuando nos íbamos yendo del bar, uno gritó: “Volvióoooooooooo” y a las corridas buscamos nuestros asientos.
En una mesa para cinco, éramos diez. Mi viejo me miraba de reojo, como diciendo si este no se me muere hoy, no se muere más. Yo estaba colorado. Tenía miles de procesiones que iban por dentro. La voz se cortaba. Cada tanto un cantito, pero no más. Eso se lo dejaba a los que con los tetra en la mano, se olvidaban por momentos de lo que pasaba…
En una de las transmisiones, la de TeleMundo, decían que eran increíbles las miles y miles de gargantas sudamericanas coreando nombres de jugadores de Boca, desde muy temprano. “Impresionante el aliento por Boca”, insistían antes del minuto tres. Es que fueron unos 10.000 bosteros – caso único en la historia de las finales entre los mejores de América y de Europa-. En el minuto 4, se escucha el cantito que acusaba que “este año no paramos hasta ser campeón mundial”. Porque Martín ya había hecho de las suyas…
Minuto tres y todo el mundo haciendo una avalancha en el bar de Arroyo Cabral. Nos abrazábamos y gritábamos. Yo lloraba como siempre, como nunca. Mi viejo aprendería que esas lágrimas son mi forma de festejar. Víctor Hugo relataba que Boca jugaba con la autoridad con la que lo hacía en Casa Amarilla, Alejandro Fantino gritaba que Matellán se la pasaba a Delgado, que metía el centro y el gol de Martín. Roberto Leto se emocionaba. “Boquita madruga como ustedes hinchas de Boca del otro lado”.
Cuando uno se pellizcaba para saber si era un sueño o no, llegó el maravilloso pase de Román para Palermo. El grito ahogado y furioso. El abrazo de segundos eternos con los de ahí. Mi viejo me secaba las lágrimas para que viera en la televisión, que eso no era un sueño. Que era real. Y el Real que quería despertarse de su pesadilla. La imagen de ese gol son los suplentes con el camperón y la pipeta Nike amarilla, corriendo, festejando. Fantino gritaba por Dios, por Judas, por Canon, agradecía la alegría, mientras se acercaba nochebuena, mientras se acercaba Navidad, mientras que para todas las gallinas el regalo de Papá, y yo…
Yo que pedía a los dioses, a los santos, a los jugadores, a todos que aguantaran, que me dijeran que no era una joda de Tinelli, como explica Basualdo en el Libro “Boquita” de Caparrós. Yo que vi como Roberto Carlos clavaba el gol y hacía vibrar las paredes del bar, por los golpes que le daban los más enojados.
Yo que veía como Riquelme la paraba y la guardaba. Le decía: “Vos te quedas acá conmigo, que nadie te va a tratar tan bien como yo”. Y la pelota le hacía caso y se quería quedar en su suela, en su zapato. Porque esos no eran botines, eran zapatos de gala. Era lo que se tenía que poner para la ocasión. Yo que hablaba con Gastón, que me aseguraba que ya estaba. Que faltaba menos. Menos eran 45 minutos más. Pero igual. Que Boca sabía de estas cosas. Pero yo no sabía cómo manejarlo. No comía, no podía. La panza hacía ruido, el que estaba al lado hacía ruido con la punta del Vino Toro, pero yo estaba ahí. Mirando la cancha. Cómo esos tipos dejaban bien parado al país. Como ponían a Boca en lo alto. Como aplaudían a Palermo y a cada uno de los que estaban.
Y yo, que cuando terminó me abracé. Con todos, cualquiera fuera, no importaba. Necesitaba compartir esa felicidad. Yo que me arrodillé para llorar, para agradecer a la vida, a ese bar, haberme dado lo mejor en Noviembre. Yo que estaba entrando a la adolescencia y que comenzaba a tratar sobre temas sexuales, tuve uno de los mayores orgasmos que el fútbol me pudo dar.
Ahí estábamos todos. Gritando y de caravana a Villa María, para festejar. El de River que me felicitaba, la Plaza Centenario fue nuestra plaza. Los insultos a Multicanal, el himno de Boca al sacar la bandera argentina y poner la azul y amarilla en el mástil.
Yo que me había rendido a Boca de por vida. Yo que me arrodillé a los pies de Román, a los de Martín, a las manos de Córdoba, a la autoridad del Patrón, a la experiencia de Basualdo, a los avances de Ibarra, a la presencia del Chicho, a las corridas de Delgado, al abrazo de Guillermo con el Loco, a Seba, a Burdisso, a Matellán, a Traverso, y a la mente de Bianchi. Que recibió la Copa en manos de su capitán. A ese tipo que logró poner un equipo con el que me arrodillé y lloré. Que me hizo vibrar, sentir, emocionar. Que me hicieron ver lo que era la gloria. Lo que era Boca a nivel mundial. Lo que sigue siendo Boca para el país. Lo que va a ser Boca en mi vida. Esos momentos de placer y de sufrimiento, esos sacrificios sin más, esos partidos sin menos. Ese recuerdo de aquel 28 de noviembre donde todos nos arrodillamos a los pies de ellos, y donde el mundo se arrodilló a los pies nuestros.
Al otro día volví al colegio. Eran tiempos donde creía mucho en la Iglesia y en la religión. Alejado de eso ya, me acuerdo que me miraron raro por saber cómo era con las cosas religiosas, como el caso del pesebre. Me dijeron que no hacer el pesebre me bajaba la nota de concepto. Yo los miré como diciendo, “Pobres, no entienden de festejos. No entienden de momentos. No saben que Dios, ayer anduvo por Japón y que es bostero”.